En el principio fue Rousseau y sus Confesiones. En el nido filosófico de la anti-ilustración se incuba en las postrimerías de las luces del siglo XVIII la modernidad que nos ha acompañado hasta hace pocas décadas, hasta el umbral de un nuevo paradigma en la relación entre individuo y comunidad. La visión del mundo –el alemán Weltanschauung proyecta una dimensión superior del concepto que su traducción– que ha marcado el pensamiento y la acción en los últimos doscientos años es el del Romanticismo. El auténtico de raíces germánicas y no la versión tardía y adocenada de nuestras lecturas escolares obligatorias. El Romanticismo que explica casi todo lo que ha pasado a las sociedades occidentales en el terreno de la política, filosofía, el arte y la ciencia, desde lo más noble o lo más deleznable y atroz. El demiurgo del tiempo de la desazón.
El Sturm und Drang fue la antesala literaria del movimiento romántico y Werther el personaje icónico que con su figura, aspecto y suicida desesperación amorosa esboza lo que sería luego el prototipo del héroe romántico. Aunque Johann Wolfgang von Goethe abjurara con los años de su criatura –sobre todo del extremo sentimentalismo con que se interpretó su novela epistolar–, las cuitas del joven Werther inauguran un nihilismo de la existencia esencial para entender posteriores ficciones o realidades. Es el primer adalid de la nostalgia entendida como la pasión de la ausencia.
Nos podemos quedar con la anécdota del efecto que causó su publicación entre los jóvenes lectores de 1774, doblegados por la fiebre “wertheriana”, consumidores compulsivos de la felicidad trágica que ofrecía el libro, y de paso de todo tipo de productos con la marca “Werther”. Goethe como inocente impulsor del primer best-seller y del merchandising literario a escala europea y de una ola de suicidios –como recoge la filóloga Rosa Sala Rose en El misterioso caso alemán (Alba)– que tuvo su epítome editorial: Biografías de los locos (1795-1796) de Christian Spiess, recopilación de retratos luctuosos de los que imitaron al anti –o no–héroe de Goethe en la solución de su mal de amores. Dice Sala Rose: “La tendencia profundamente introspectiva, incluso narcisista del joven Werther, su incapacidad de conexión social y su aislamiento, llevaron a autores ilustrados como Johann August Schlettwein a afirmar en Werther in der Hölle (Werther en el infierno) que, si los ciudadanos encontraban placer en el Werther, ‘estarán socavando sin lugar a dudas el fundamento mismo de una sociedad dichosa, y surgirán convulsiones en el orden físico, moral, económico y político en todos los flancos.’” Una aprensión de la gente de orden y sus escribanos filisteos que no ha remitido con el tiempo y que también se plasma en las críticas cíclicas sobre la influencia perniciosa de los medios, la cultura y sus instrumentos sobre el comportamiento de los individuos y su capacidad de contagio. Precisamente se conoce como “efecto Werther” cuando a una película, video-juego o libro se le achaca una ola de suicidios.
Lo interesante del “caso Werther” no es la fenomenología inmediata en torno al libro sino el establecimiento de un perfil psicológico peligroso para la estabilidad colectiva. El Sturm und Drang –y Werther en concreto– había abierto la caja de Pandora de la insatisfacción en su tormentosa y emocional encarnación juvenil, primero paso, evidentemente, de posteriores elucubraciones más sofisticadas de aquellos que crecieron con esa opción de la angustia liberada. De alguna manera en la defensa del genio individual –el auténtico elemento aglutinador del Sturm und Drang– se funda el lejano futuro de la idea de la juventud y de su inconformidad con el status quo que les toca vivir. Es el germen del dandismo errante de Lord Byron, la displicencia crítica de Mariano José de Larra, la bohemia radical de Baudelaire y sucesores como Jim Morrison, la rabia narcisista de Sid Vicious y la melancolía existencial de Kurt Kobain. Melancolia que se revela a sus fieles –según Sergio Givone en su retrato del intelectual romántico (El hombre romántico, Alianza Editorial)– en la “potencia de la tristeza”. La belleza de la pena.
Es una visión casi performática de la vida, sin evitar cierta paradoja de la coexistencia de un cierto afán exhibicionista y el deseo de renunciar al mundo. El escenario como lo entendía Miles Davis: un podio para el narcisismo excluyente. En cualquier caso un material altamente dramatizable a pesar de su estructura epistolar. Aunque desconocido por estos meridianos –aquí el romanticismo del Norte se agota en Schiller– el Werther de Goethe ha pasado por múltiples adaptaciones teatrales. La de Nicolas Stemann con Philipp Hochmaier es sólo una de ellas, aunque quizá la más longeva. Sigue presentándose desde su estreno en 1997 en los grandes teatros alemanes para demostrar la vigencia de un texto que conecta perfectamente con la cultura pop dominante, una derivada edulcorada del flujo egocéntrico que afloró a finales del XVIII.
Un montaje que maneja dos eternidades que esta vez sí que están a punto de entrar en una radical metamorfosis empujados por el post-romanticismo y su definitiva banalización de los sentimientos. El abismo ya no nos atrae de la misma manera. Es la eternidad del discurso del “yo” –Werther es considerado un excelso ego-trip– y del lenguaje del amor, parafraseando superficialmente a Roland Barthes. Un protagonista que en su obtusa obsesión por un amor imposible (su amada es una mujer recién casada) termina por dibujar en sus cartas un anhelo superior –igual de frustrante– de acercarse a la tragedia de los héroes y los dioses. Quizá el espectador del siglo XXI sea más consciente del fracaso de Werther pero nos fascina mucho más contemplar el nacimiento de una criatura que hasta ayer mismo era la encarnación del gran mito contemporáneo: la estrella del pop maldita.
Porque en el fondo nos resistimos a abandonar el marco existencial que nos ofreció el Romanticismo. Todavía nos creemos a Novalis cuando en su obra filosófica (escritos escogidos entre 1799 y 1800) afirma con testaruda vigencia: “A medida que confiero a lo común un significado excelso, a lo cotidiano un aspecto misterioso, a lo conocido el encanto de lo ignoto, a lo infinito semejanza de infinito, lo romantizo. Hay que romantizar el mundo. Y así encontraremos el sentido originario”.